Friday, August 20, 2010

Fuera de Cuba Primera Parte



[Busca arriba para ver la traducción en Inglés]

Supongo que pocos estadounidenses entienden la reacción que tenian los que soportaban a Castro al éxodo del Mariel. No tenían ningún problema con la idéa de depositar en las calles de Miami los presos Cubanos e inadaptados. Asesinos y otros delincuentes violentos, las prostitutas, los enfermos mentales, los discapacitados mentales no servían a La Revolución. Pero yo no era uno de esos. Yo era un muchacho bueno, muy conocido y respetado por mi vecendario en Cienfuegos, la ciudad colonial mas tranquila y hermosa de Cuba, el lugar que llamamos “La Perla del Sur.” Yo nunca había estado en ningún tipo de problemas, me hizo bien en mi servicio militar, y aun cuando se acercaba el éxodo, yo había sido elegido para viajar a Berlín Oriental para aprender a utilizar una máquina de procesamiento de trigo que ayudaria a producir alimentos para Cuba. Mis vecinos me amaban. Yo era un bueno, honrado joven, un ejemplo para la comunidad. Yo era en mi camino. Pero cuando mi amigo, Chamizo, y yo oimos del éxodo, sólo había un camino que queriamos seguir.

Chamizo vinó a mi casa el 20 de Abril de 1980, y me preguntó si ya me enteré de lo que estaba pasando en La Habana. Si, lo sabia, pero le respondí que no dijera nada y que fueramos al parque, y alli podiamos hablar con mas tranquilidad. Era un tema delicado.

Al llegar al parque nos pusimos de acuerdo para ir a La Habana y tratar de meternos en la Embajada del Peru, donde se habian reunidos todos los que deseaban participar en el éxodo del Mariel. Pero aunque si, fuimos, no tuvimos mucha suerte porque ya habian serrado las puertas y no habia permiso de entrar para nadie.

Lo considero algo malo, pero ya de regreso a Cienfuegos mi situación se puso mas fuerte. Empesaba a caminar en la cuadra donde vivia, y la primera que me vio fue la novia mia. Ella ya sabia que yo me habia ido a La Habana y tambien los motivos del viaje. Ella me dejó a entender que no era felíz. Empezó a llamar a todos en el vecindario y todos salian de sus hogares y me gritaban todo lo que me pudiera ofender. Me vi acorralado y no tuve mas remedio que refujiarme en mi casa por 6 dias. Me hizo a mi algo que ya era común en Cuba desde noticias del éxodo que ya habian salido.

Lo llamaramos actos de repudio. Los que soportaban a Castro tratarban de castigar a los que querían dar la espalda a Cuba. Los vecinos, que una vez me había visto como un buen chico y gran ejemplo a la comunidad, ahora me consideraban en una manera diferente. Me gritaban todo lo que me pudiera ofender. Pero estos actos de repudio con frecuencia no se detuvo en insultos verbales. Había visto golpeos, algunos muy malos.

Yo tenia miedo. Cuando me enteré de la ira en las voces de los vecinos que una vez me amaban, yo sabía que no dudaría en hacerme daño. Pero yo estaba asustado, porque mi padre—un hombre muy trabajador que hizo todo lo posible para enseñarme, a pesar de que no estaba en casa mucho, y mis seis hermanas, las cifras materna en mi vida desde que mi madre murió cuando yo tenía doce años. No podía dejar que pasara nada a mi familia.

El único tipo de arma que podría encontrar en la casa era un machete. Le dije a mi padre que yo no quería hacerle daño a nadie, pero si alguien entra en la casa, yo haría lo que deberia de hacer.

Mis vecinos gritaban y arrojaban cosas en la casa durante seis días. Habían pasado varios meses desde que salí del Ejército y no me había cortado el pelo desde entonces. Mis vecinos comenzaron a gritar:

“Moisés, pelu,
véte a Perú!”

Si ya no era un buen Cubano, ellos querían que me fuera, pero antes de irme, querían hacerme daño, y castigarme por haber traicionado a La Revolución.

Finalmente llegó un autobús militar por el barrio para recoger las personas para el éxodo. Pero no llegó a mi puerta misma. Para alcanzar a ella, tuve que correr. Tuve que correr tan rápido como pude y ser tan ágil como sea posible, para deslizarse más allá de mis vecinos.

Por eso, cuando me fui de casa, me fui corriendo. Si alguien me pregunta en ese momento, yo hubiera dicho—en felicidad, en tonteria—que seria la última vez que iba a correr en el miedo.

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